Cuenta la Leyenda que…
Matilla, Oasis escondido en la Pampa del Tamarugal, era para él todo su mundo conocido. Para ella, una forastera de espíritu inquieto, era un refugio temporal que descubrió en sus viajes. Se conocieron bajo el faro en un atardecer de verano, cuando los colores del cielo parecían pintados especialmente para ese encuentro.
Él era un hombre de raíces profundas, comprometido con la tierra, la familia, los deberes heredados. Ella era viento, música, libertad encarnada. Su amor fue inmediato y devastador—el tipo de amor que quema porque arde con demasiado oxígeno.
Sabiendo que ella, basada en su amor por la libertad, huiría de sus brazos en poco tiempo, él para mantenerla a su lado le propone algo: «Detengamos el tiempo,» le suplicó cuando ella mencionó partir. «Dame tres años. Te mostraré cómo puedo enamorarte cada día en este oasis. Convertiremos cada atardecer en una eternidad.»
Y ella aceptó el pacto. Durante tres años, vivieron un amor absoluto. además de vivir las noches siempre jóvenes en distintos lugares del Oasis, cada tarde, subían al faro, el punto más alto posible, para ver el sol hundirse en la inmensidad del horizonte. Allí, ella le confesó su sueño: casarse con él al atardecer bajo la luz del faro, con el sonido de las campanas de la iglesia de Matilla marcando la hora de su eternidad. La forma de envejecer juntos viendo ese mismo atardecer
Ella sabía que no era su primer amor, pero, con una certeza melancólica, le aseguró: “Sé que no soy tu primer amor, pero sí seré el último.”
Acto II: La Fractura
Pero tres años no son eternidad. Son exactamente 1,095 atardeceres, y luego el tiempo vuelve a moverse. Ella necesitaba volar más allá del oasis, llevar ese amor al mundo exterior, construir juntos en otros horizontes. Él, atrapado en sus miedos y responsabilidades, no pudo soltar las cadenas invisibles que lo ataban a Matilla ni cumplir la promesa del matrimonio.
«No puedo irme contigo,» confesó finalmente, destruyéndolos a ambos.
«Entonces no puedo quedarme a sufrir sabiendo que nunca serás 100% mío» respondió ella, con lágrimas que también caían en su corazón. «Este amor es demasiado grande para vivirlo sola aquí. Si tú no puedes volar conmigo, yo no puedo quedar anclada contigo.»
Ante la eminente partida de su enamorada, él le hizo una dura promesa: «Nunca más volveré al faro si no tengo la ilusión de volver a encontrarte un atardecer aquí. Será demasiado doloroso para mí.»
Ella, con una sonrisa triste que él nunca olvidaría, respondió: «Si tú no vas al faro, él irá a ti.»
Le dejó también una canción que representaba el tiempo juntos con la conciencia de un final inevitable —»La distancia» de Manuel Medrano—marcada en el minuto exacto de una frase: «Ojalá que nunca se te olvide adónde quedamos de encontrarnos… allá.».. él quedó convencido: ese «allá…» era la pared de piedra junto al faro, el lugar donde compartían el atardecer. el lugar simbólico dónde en un futuro indefinido se volverían a ver.
Acto III: El Enamorado Eterno
Él intentó mantener la promesa. Durante días, semanas, meses, evitó el faro. Pero el faro no lo evitó a él. Lo veía desde cada esquina de Matilla. Su silueta aparecía en sueños y el sonido de las campanas de esa Centenario Torre de la Iglesia sonaban como una invitación constante.
Y entonces comprendió la profecía: el faro había ido a él. Estaba en su mente, en su pecho vacío, en cada latido que resonaba con la ausencia de ella.
Una tarde, incapaz de resistir más, lo visitó nuevamente. Se sentó en el muro mirando al horizonte—el mismo lugar donde habían prometido amarse eternamente—y algo cambió. Sintió que, si se movía de allí, si rompía esa vigilia, perdería el último hilo que lo conectaba con ella.
Entonces comenzó el ritual: cada atardecer, regresaba. Se sentaba exactamente en el mismo punto. Y esperaba. No sabía qué esperaba exactamente—¿su retorno físico? ¿una señal? ¿o simplemente el momento en que el sol, al atravesar el horizonte, también atravesara el agujero en su pecho y la hiciera presente de nuevo?
Acto IV: La Transformación en Monumento
Con los años, los habitantes de Matilla comenzaron a verlo como parte del paisaje. «Ahí está el enamorado del Faro» decían, como quien señala el Campanario del pueblo o el Arenal en la Quebrada aledaña. Los niños lo observaban con un toque de la incomprensión de quien no conoce el amor pasional. Los ancianos asentían con melancolía por el recuerdo de la experiencia de amores pasados. Los turistas tomaban fotos sin saber realmente qué miraban.
Él se había convertido en leyenda viva. Y luego, en leyenda perpetua: esta escultura que ahora lo inmortaliza sentado eternamente, mirando hacia donde ella se fue, con el corazón abierto esperando que el sol—y tal vez ella—lo atraviesen una vez más.
La pregunta que queda suspendida en el aire del desierto: ¿Es esto amor verdadero o la incapacidad de soltar? ¿Es devoción romántica o prisión autoimpuesta? ¿Es ella quien lo mantiene esperando o es él quien no puede soltar la única versión del amor que conoció? ¿Es esto una relación de dos sentidos, siendo el faro la guía en la oscuridad para que ella vuelva al pueblo o es ella lo que se busca encontrar con desesperación en la inmensidad del desierto desde la vista del faro?
